miércoles, 25 de diciembre de 2024

ALAS DE METAL





ALAS DE METAL

Texto: Carmela Gálvez (2024) (Reservados todos los derechos) 
Facebook: @carmelagalvez 
Instagram: @carmelagalvez 
Email: 0carmelagalvez@gmail.com 

Dedicado a Pep Panea 



  


  Hacía más de un cuarto de siglo que padeció cáncer de mama, le hicieron una mastectomía y le extirparon los senos. No superó el trauma psíquico de la mutilación y se los restauraron insertando prótesis mamarias de material sintético en su tórax. Tenía experiencia acerca de los protocolos médicos y paciencia para soportarlos. 

   Su ingreso en el hospital, en esta ocasión, se debía a una operación menor, en la que le sustituirían las prótesis mamarias internas, porque al parecer una de ellas se había roto. 

  Cuando fue intervenida se descubrió en su tórax un linfoma, un cáncer que no había sido posible diagnosticar a pesar de las innumerables pruebas que los protocolos médicos habían recomendado realizar antes de entrar en el quirófano. Tampoco los sofocos, los picores, el insomnio o la falta de apetito, entre otros síntomas, fueron asociados a los riesgos que, aunque raras veces, enfrentan las mujeres mastectomizadas que optan por la restauración de senos insertando en su cuerpo prótesis de material sintético, que entre otras cosas producen seromas e incluso linfomas. Tampoco se advierte de forma clara de los riesgos a las usuarias y raramente se difunde en los medios de comunicación.

  Tras despertar de la anestesia, el doctor que la había operado, con la cara descompuesta y la voz quebrada, le informó que habían encontrado un LACG-AIM Estadio IV (Linfoma Anaplasico de Células Grandes - Asociado a Implante Mamario). Un tumor del tamaño de un huevo frito y varios más metastásicos, hasta seis, de menor tamaño, algunos de ellos adheridos a las costillas. Algo así como un nido de seres malignos ocultos en su pecho. bajo la prótesis. 

   Nuevamente le extirparon los senos dejando su torso como el del Cristo Crucificado, con una herida cosida a mano, a la altura de la lanza que el Romano hundió en su pecho, para drenarle las heridas y aliviar su dolor. 

   No podía recordar cuánto tiempo llevaba hospitalizada tras la grave intervención quirúrgica a la que había sido sometida; una Toracotomía más la reconstrucción. Fue un éxito para la cirugía torácica, en la que además de extirparle el cáncer, removiendo los músculos de la espalda para proteger el pulmón e insertando un relleno de Goterex. Le habían cortado costillas sustituyéndolas por unas tiras de titanio cubiertas de una aleación azul turquesa. En el quirófano hubo más de quince doctores y algunos estudiantes dela Facultad de Medicina. Se sumaron como espectadores ante la singular magnitud de la operación que duró siete horas. 

   Los facultativos le mostraban gran cariño por su fortaleza y valentía. Era un caso único en Andalucía, un linfoma raro del que hay poca bibliografía. Un caso interesante para la ciencia y la investigación. Incluso le habían enseñado la radiografía de su tórax y bromeado al respecto, diciéndole que lo que le habían hecho era insertarle unas “alas de metal.” Que en lo sucesivo, si se esforzaba, podría volar. 

   Para paliar la sarcopenia que había empezado a hacer mella en su cuerpo, le habían recomendado pasear por los pasillos; espacio que ella misma fue ampliando, visitando otras salas del hospital, subiendo o bajando a otras plantas, oyendo a familiares de enfermos, colándose por las instalaciones. El personal sanitario la conocía y la saludaban, dándole ánimos. Se habían acostumbrado a su presencia. 

   Las antesalas de las consultas, a pesar de la cita previa, estaban llenas de gente, atenta a sus móviles, mirando de reojo a las pantallas donde aparecían los códigos que identifican a los pacientes. Si hablaban entre sí, era protestando por los retrasos de los facultativos o de las deficiencias de la Seguridad Social, que son muchas. Los españoles hablamos muy alto y las salas se convierten en un griterío; a veces, cuando el volumen es intolerable, un enfermero o enfermera sale de la consulta pidiendo silencio. Parece que nadie ha leído los carteles que hay por doquier reclamándolo por favor; no llamaban la atención al personal auxiliar que cada mañana, al iniciar la jornada casi de madrugada, hablan entre ellos por los pasillos, también a gritos, despertando a toda la sala para nada. 

   En sus distintas excursiones por el hospital, subiendo y bajando en los ascensores, descubrió la salida a la escalera de incendios, sorprendiendo a un grupo de personal sanitario en una agradable reunión. La reprendieron por estar allí. Incluso un día llegó hasta la calle, por la puerta del aparcamiento de las ambulancias. Volvió sobre su pasos al verse reflejada en un cristal y no reconocerse. Con el pijama hospitalario tenía aspecto de loca y la miraba todo el mundo. 

   Cuando se cansaba, en lugar de volver a su habitación, se iba a cualquier sala de espera de familiares de enfermos y se sentaba junto a ellos. Le gustaba escuchar sus conversaciones, sus quejas y su penas. Fue ahí donde un día oyó decir que a los ancianos que no tenían familia para atenderles, cuando les daban de alta clínica los trasladaban a las residencias, públicas o privadas, dependiendo si tenían o no recursos propios. Decían que en la última pandemia habían muerto por centenares, solos en sus habitaciones, sin atención médica.

   El miedo se apoderó de su alma. Temía no volver a su casa, donde vivía tan feliz, ni volver a ver a su gata “Okupa”, de la que se hizo cargo la vecina cuando vino el taxi para trasladarla al hospital y quedó ingresada. Desde ese momento no pudo evitar la desconfianza en el personal sanitario. Sospechaba que a ella también la secuestrarían. 

   Cada gesto amable o deferencia le parecían falsos, los diminutivos con los que se dirigían a ella le parecían hasta ofensivos, le hablaban como a una niña con palabras carentes de sentimiento. Dejó de responderles. Su mente ahora la ocupaba un plan de fuga, cuando llegara la oportunidad. 

   Ese momento llegó el día que le daban el alta médica. Bajo el pretexto de que aún necesitaba cuidados la llevarían en ambulancia hasta una residencia privada, concertada con la Seguridad Social. No le dijeron ni el nombre ni la dirección; la documentación la llevaría el conductor que se haría cargo del traslado. A ella le proporcionaron una bolsa con el logotipo el Hospital impreso y en su interior un pijama hospitalario, productos de higiene personal y una botella de agua. En ella guardó sus enseres personales, regalos y recuerdos que la habían acompañado durante su hospitalización. 

   Sentada sobre la cama, ya vestida con su propia ropa y los zapatos puestos, estaba esperando a los facultativos que querían despedirse de ella. Era el momento, la última oportunidad quizás. Con su pequeña cartera colgada en bandolera cogió la bolsa y salió de la habitación. Era el primer paso hacia la libertad. Recorrió el camino que ya sabía, saludando incluso al personal sanitario que iba encontrando por los pasillos, hasta al conductor de la ambulancia que la esperaba, distraído con el móvil, le dedicó una sonrisa y salió a la calle. El corazón a punto de estallarle no era impedimento para seguir andando, alejándose del Hospital. 

   Anduvo un largo trecho. Recorrió una amplia avenida y estaba muy cansada, los zapatos le apretaban, llevaba mucho tiempo arrastrando los pies en zapatillas, también tenía hambre; sentía el torso acartonado, como si fuera de corcho. Sola, perdida y debilitada y sin poder pedir ayuda no sabía que hacer. No tenía documentación y aunque así fuera, no sería conveniente, podrían devolverla al Hospital y de ese destino era del que venía huyendo. 

  Rendida se sentó en un banco público, cerca de un semáforo que daba paso cada rato a una muchedumbre de peatones. No la veían, iban aislados con sus auriculares, algunos incluso leyendo su móvil. Nadie se daba cuenta de su presencia, o quizás la confundían con una mendiga y preferían mirar a otro lado. Se quedó dormida. 

   La despertó sobresaltada la voz de un hombre que la llamaba. Al abrir los ojos encontró a un joven que se dirigía a ella, desde un gran “Sillón Motorizado”, que parecía un “cochecito loco”, como los de la Feria, en los que ella había disfrutado tanto de pequeña. 

       - Abuela, ¿necesitas algo?. Va a refrescar la tarde y no tienes abrigo. ¿Puedo ayudarte?. 

    La anciana estaba muy confusa, le habían robado la bolsa mientras dormía y en ella sus gafas. Solo le quedaba su pequeña cartera colgada en bandolera. 

      - Hijo mío, me han robado, estoy perdida y tengo hambre. En la cartera llevo las llaves de mi casa, pero no puedo volver. ¿Quién eres? 

   Presintió que tenía delante a un ser excepcional, que podría confiar en él y así lo hizo. Le contó la verdad del por qué estaba allí y que no podía volver a ningún sitio. Charlaron un rato. Pep que es como dijo llamarse el joven, la animaba a hablar, le gustaba escucharla, se rieron juntos a cuenta de su operación y las anécdotas del hospital, pensando en el estupor que tendrían a estas horas por su desaparición y que seguramente la policía ya andaría buscándola. 

   No era así. En el Hospital todavía no se habían percatado de la huida de la anciana. Cuando los facultativos, después de su ronda por la sala, llegaron a la habitación no la encontraron, tampoco les extrañó. Le llevaban un regalo como recuerdo y lo dejaron sobre la cama. Por la tarde las auxiliares, que habían cambiado de turno, no sabían nada, simplemente recogieron el regalo y lo depositaron en la sala de las enfermeras. Nadie la echaba en falta hasta que el conductor de la ambulancia, finalizada su jornada laboral, advirtió que le faltaba una paciente: la anciana que tenía que llevar a la residencia. Dejó los documentos en la sala de enfermeras y se fue a su casa tranquilamente. 

   Nadie la buscó. Pensaron que posiblemente se la habría llevado otra ambulancia, cualquiera de las que habían trasladado a los usuarios a sus destinos; no eran raros los errores. Dejaron el asunto pendiente hasta la mañana siguiente que dieron parte a la Dirección. Se denunció a la policía la desaparición de la anciana, de la que nunca más se supo y en el Hospital el incidente pasó a ser anécdota. 

   Pep decidió ayudarla, por el momento, y la invitó a comer en una cafetería cercana un poco antes de tomar una decisión. La invitó a subir sobre sus rodillas, en su “Sillón Motorizado” y emprendieron la marcha por el carril bici. Ahora sí la miraban, con gesto de reprobación la mayoría de la gente. Algunos sonreían y les saludaban. A la anciana le resultó muy reconfortante el paseo y dejo volar su imaginación. Se sintió como quien viaja en un Ferrari descapotable nuevo y era feliz. Apenas unas tapas fueron suficientes para que recobrara su ánimo. 

   Para proporcionarle ropa de abrigo Pep necesitaba contar con la ayuda de sus colegas que a esas horas estarían en el Club que quedaba cerca. Un jardín vertical daba entrada al local. Casi todos los presentes saludaron a Pep alegrándose de su visita, algunos incluso se acercaron a abrazarle. Todo el mundo le quería. Le presentó a los más amigos que estaban sentados en una gran mesa redonda, tertulianos improvisados de lo que parecía un interesante debate. 

   La acogieron con muestras de respeto y cariño, les recordaba a sus abuelas, ya fallecidas la mayoría de ellas. Todos presumían de su amistad con Pep, del que supo que era escritor, un poeta inteligente y que era a la vez director de cine. Ya había dirigido varios documentales. Decían de él que estaba enamorado de la vida. Ella contó algunos episodios de la suya y explicó la operación a la que la habían sometido y su situación actual. Los jóvenes, estupefactos, se unieron en piña y le prometieron que ellos la cuidarían. Cuando le preguntaron su nombre lo ocultó, por precaución, diciéndoles que no tenía que se lo habían borrado en el Hospital. Desde que ingresó y no se acordaba cuándo, los facultativos la llamaban por su nombre de pila, que no había usado nunca y los dos apellidos, la mayoría de las veces leyendo en la pantalla del ordenador, antes de ponerle la vista encima. Cuando hablaban de ella, en su ausencia, la llamaban “la anciana del linfoma”. 

   La música, la conversación, las risas y el humo de los canutos que los jóvenes consumían, a los que se atrevió a dar “una calaita”, por no desairarles negándose a su invitación, afectaron a la anciana de tal manera que se sentía mejor que en sus años jóvenes. A los presentes les había hecho mucha gracia la anécdota de las “alas de metal”; desde ese momento, ya que no sabían su nombre, se dirigían a ella bromeando y llamándola “mariposa metálica”. A la anciana le gustó el mote y les dijo que algún día se iría volando. 

   Lo que voló fue el tiempo. Pep se dio cuenta de que se había hecho algo tarde, que tenía que resolver el problema de la anciana, con quien ya se sentía vinculado. Tomó la decisión de acogerla en su casa, por una noche. Al día siguiente iría a la comisaría de policía para que se hicieran cargo de ella. La anciana feliz y contenta aceptó la invitación y emprendieron el viaje de vuelta a casa. 

   Las farolas de la calle ya estaban encendidas y había poca gente. Pep vivía en Triana, un barrio al otro lado del río. Cuando se disponían a atravesar el puente, iluminado, con agua a ambos lados, con el aire dándole de frente en la cara, a la anciana que veía borroso, se le antojó que iba en un barco. Ambos se pusieron a tararear el tema musical de la película Titanic, sonaba muy bien. A mitad del recorrido le pidió a Pep que parara un momento, para acercarse a la barandilla y simular que iba en el Titanic y que ella era la protagonista, a lo que él accedió y se acercó todo lo que pudo, tomando todas las precauciones posibles, agarró la correa de la cartera y le advirtió que no se asomara, que solo permaneciera de pie. 

   El agua estaba oscura. La Torre del Oro iluminada se reflejaba en el agua y al fondo la Torre Pelli. Ambos quedaron embelesados ante el majestuoso paisaje nocturno que tenían ante sus ojos. De repente, la anciana con una agilidad felina y una fuerza desconocida, saltó la barandilla lanzándose al aire. No se oyó el chasquido del cuerpo al chocar con el agua. Pep quedó bloqueado, en un estado de angustia que apenas le permitía respirar, con la cartera de la anciana, rota la correa, en la mano. Miraba fijamente a la barandilla, deseando que no fuera cierto lo que acababa de pasar, cuando una brillante mariposa metálica surgió de la oscuridad y tras revolotear en torno a él, se elevó por los aires hasta perderse de vista. 

   El salto de la anciana la elevó por los aires unos instantes antes de caer al vacío. Recordó sus “alas de metal” y con un gran esfuerzo consiguió desplegarlas y volar. ¡Podía!. Volvió al encuentro con Pep. Había perdido el habla y a pesar de sus intentos por gritar no se la oía. Dio varias vueltas sobre su cabeza, le dio las gracias y se despidió perdiéndose en la oscuridad. A partir de entonces, algunas noches de luna llena, Pep ve pasar revoloteando sobre Sevilla a una “Mariposa Metálica”, fuente de inspiración para sus poemas y relatos. 

   Cuando reaccionó fue a la Comisaria de Policía cercana, a contar lo sucedido. No le creían porque su estado de nervios y su forma de relatar lo ocurrido era confusa, semejaba una alucinación. Por no perjudicar al joven el policía que le atendió lo mandó a su casa, diciéndole que no se preocupara que ellos se hacían cargo del asunto. Ni siquiera tomó nota de la denuncia. 

   En lugar de irse a su casa Pep volvió al Club, a contar a sus amigos lo que había pasado en el puente y no le creyeron, al contrario, pensaron que era uno de esos cuentos de ficción que con frecuencia compartía con ellos. Le recomendaron que lo escribiera y lo añadiera a su próximo libro de relatos que publicara porque la historia lo merecía. 

   

Y Colorín Colorado, este cuento NO ha acabado 

6 comentarios:

  1. Es muy bueno, Carmela. Me lo he pasado pipa, me ha encantado.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias por leerlo.

      Eliminar
    2. Me lo he pasado al correo para leerlo en el ebook porque aquí no lo veo con la letra tan pequeña pero estoy deseando leerlo ahí me llega a los sentimientos porque sé que es tu vivencia.

      Eliminar
    3. Es precioso me gusta muchísimo ánimo sigue escribiendo más seguro que tendras muchos seguidores

      Eliminar
    4. muchas gracias. Con que tu me sigas ya me alegras.

      Eliminar
  2. Es precioso Carmela. Gracias!!! 💖

    ResponderEliminar

Gracias por tu aportación

ALAS DE METAL

ALAS DE METAL Texto: Carmela Gálvez (2024) (Reservados todos los derechos)  Facebook: @carmelagalvez  Instagram: @carmelagalvez  Email: 0car...