El dolor del alma no se divide, no se comparte, es de cada uno y permanece para siempre en el interior de quien penetra. Se llora, se canta, se oculta, puede ser una alarma y es opcional sufrirlo, porque doler duele, pero el sufrimiento es un sentir que puede acompañarlo, o no, según se afronta.
No se divide entre todos los que saben la causa del dolor, nadie puede penetrar tan hondo en la mente de un semejante, pero se puede comprender e interpretar según las experiencias propias y modelos aprendidos, que de alguna forma establecen analogías y despiertan sentimientos nobles ante una “escena de dolor”
La alegría es el antídoto, la risa, que sí es contagiosa, que se expanda fácilmente y aflora en cuanto una sonrisa ilumina un rostro, en ese mismo instante. La primera sonrisa, la propia.
El dolor permanece en el alma durante toda la vida, se va transformando en el interior y adaptándose a los cambios, y es así como a veces se le describe como “una cicatriz”, deja huella. Aun se puede dar un paso más y convertirlo en carbón, como el árbol que se que quemó un día y enterrado en toneladas de instantes vividos intensamente, apretarlo contra si mismo hasta que el carbón se convierte en un cristal, en un diamante, el más duro y brillante de los cristales y el más frágil.
Ese es el tesoro secreto del dolor, que ilumina desde dentro a las personas que lo vencen integrándolo en su ser.
Así lo he aprendido yo.
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